Pobres mendigos dormitan en medio del tráfico de la sociedad mendocina, esta noche puede ser la última o la primera del resto de vida que les queda. Cuántas horas faltan todavía para que el sol de la mañana caliente las cobijas fragosas, cuánto vino malo hará falta para adormecer sus cuerpos tullidos antes que la escarcha de la mañana los sorprenda, cuánto más hastío hará falta para que definitivamente la muerte haga su trabajo.
Desprendidos de la historia y alagados con la fantasía popular que supone a un millonario, un actor o un exiguo científico en cada linyera que golpea la puerta, estos desgraciados no entran en las categorías sociológicas más que como un subgrupo marginado del sistema productivo, inactivos sin hogar, sin profesión, sin ascendencias ni descendencias, que no buscan trabajo ni reciben planes sociales, y que efectivamente no emitieron su voto en las últimas elecciones. Homeless, desclasados, sin techo, descalzados, sin vento, hambreados y harapientos.
Con su carácter ultra-ultrajado, durmiendo desmayados en los cajeros electrónicos, en las puertas siempre cerradas de las iglesias, en los bancos de las plazas y de las calles, esos seres sin nombre ni lugar, sin memoria ni futuro están ahora agonizando sus calores sobre las anchas avenidas de las ciudad, a orillas de los canales, debajo de un puente, o quizás en medio de los cañaverales.
La literatura los ha adoptado como mascotas entrañables, siempre fieles a sí mismos, respetuosos y sin honorarios. Simpáticos personajes nocturnos, entre misóginos y alegres, burlescos y demoníacos, ellos completan las historias fantásticas con escenas recortadas de su devenir cotidiano y de su hábitat subterráneo. Quiénes son sino esos seres mitológicos de los cuentos urbanos que aparecen y desaparecen de la escena -mientras una chica rubia sube a un taxi u otra morocha con un lunar encima de la boca cruza las piernas-, que pasan lentamente con sus harapos y sus eternas bolsas del supermercado, mugrientos y hediondos, sin que nadie se percate de ellos.
Los que escribimos esos cuentos urbanos, donde una chica sube a un taxi o tiene un lunar encima de la boca, nos creemos vagabundos de la noche y de la literatura porque hemos recorrido las calles en invierno tanto como en verano, y sin buscar demasiado hemos conectado dos o tres palabras con estos seres extraviados del universo, y ellos nos han dejado sus legados grabados para siempre. Para recompensar sus migajas de existencia, les hemos dedicado al pasar dos o tres líneas de nuestros relatos noctívagos, como decorativos, como testigos de un crimen innombrable.
En la mitad de nuestra neblina intelectual y de su miseria offside, al borde de todo y sin nada que perder, le hemos convidado con un cigarrillo y un trago de alcohol. Ante su lisergia bucólica hemos festejado y delirado con su locura inmunda, burlándonos del mundo que gira estúpidamente. Desafiando la ética de la razón consumista y barata, nos hemos envenenado con sus licores de sobriedad extrema, dejándonos llevar más allá de las conductas y de los márgenes.
Descolgándonos del hemisferio izquierdo de la “verdad humana”, mofándonos del tótem de la cultura occidental y de ese homo politucus insaciable que nos domina, los literatos y los roñosos nos hemos prometido una hermandad mentirosa y efímera, para volver después de cada noche trashumante, los poetas a sus musas y los mendigos a sus mugres.

[ Publicado originalmente en Desvío Cósmico ]

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