por Lianne Kross

Little boy Art Print
by Mimology
Había llegado la hora. Más de un centenar de pasos me seguían por aquellas escalinatas que tantas veces había descendido. Me sujeté bien a la gruesa barandilla, pues mis piernas flaqueaban de nervios y debilidad. Ahora no podía desfallecer.
Estaba asustado, como todos los demás, sin embargo, debía mirar al frente, mantenerme estoico y aceptar mi destino. Tragar el miedo y empujarlo con fuerza hacia lo más profundo del estómago, para no dejarlo salir jamás. Eso era lo que debía hacer. Eso era lo que debíamos hacer. Cada paso que dábamos suponía una lección de valentía para nuestros enemigos, y cada lágrima contenida, una victoria triunfal para nuestro honor. Nuestra actitud era motivo de orgullo para nosotros, como individuos y como grupo.
Y ahí estaba la puerta. No recordaba haberla visto mostrarse tan soberbia jamás, nunca como aquella mañana. Dos de las enfermeras comenzaron a llorar en silencio al ver que ya no había marcha atrás, pero continuaron caminando. El deseo de alargar lo suficiente aquel momento, hacía que sus pies ya no se levantaran apenas del suelo, y se oía el chirriar de los zapatos en las resbaladizas baldosas al ritmo de la congoja que se estaba apoderando de ambas.
Uno de aquellos hombres intentaba abrir la puerta, con sumo esfuerzo debo recalcar. Otro se vio obligado a guardarse aquel artilugio cilíndrico, que no cesaba de mecer de un lado a otro, para ayudar a su compañero. La madera era maciza y siempre había hecho falta dos personas si deseábamos abrirla de par en par. Adoraba aquel crujido característico que emitía al forzarla, pero aquel día dicho crujido resonó en mi cabeza como si fueran las mismísimas puertas del averno.
La espléndida luz del exterior me deslumbró, y tuve que cubrirme los ojos con mi mano. Fácilmente, al tenerlos claros, la luz solar me provocaba un tenue dolor en los mismos, como un leve pinchazo, pero tan sólo se trataba de los primeros segundos a la exposición.
Un cierto olor a gasolina provenía de las ruidosas calles del ghetto de Varsovia. Los gritos de aquellos hombres estaban por todas partes.
Los casi doscientos niños que venían tras de mí, se agolparon formando una gran bola de pavor y desolación, pero ni uno de ellos soltó una sola lágrima. Aún así, no nos atrevíamos a dar el paso necesario para abandonar el orfanato, pues en cuanto pusiéramos un pie en la fría y resquebrajada acera, no volveríamos a sentir el cálido abrazo de aquellas paredes.
Cierta ira recorrió mis venas y ardió dentro de mi ser, como si de lava se tratase, al recordar que ya me habían obligado a trasladar mi orfanato para así limitarlo dentro del ghetto que habían creado los alemanes cuando tomaron Varsovia. Y ahora me veía obligado a abandonarlo de nuevo. Claro que aquel día, mi marcha no conllevaría únicamente dejar atrás un edificio, no. Mi marcha supondría dejar atrás mucho más. Pero sabía que los pasos que había dado para intentar proporcionar un bienestar y una seguridad a aquellos niños, no había sido en vano. Me debía a ellos. Eran mi vida, mi mundo. Sus sonrisas eran el motivo por el cual me levantaba por las mañanas y su afecto la recompensa que me llevaba cada noche al acostarme. Pese a que estaba tan asustado como ellos, no podía demostrarlo ni un minuto.
Allí, de pie en el umbral del gran pórtico por el que asomaba la ciudad de Varsovia, aún albergaba una pequeña esperanza, un acto de inusitada benevolencia por parte de aquellos hombres tan serios que vestían disfraces de honor y patriotismo. Nada.
Calor. Sentí aquel placentero calor de verano al salir finalmente del que había sido los últimos años nuestro hogar. Sentí bailar los rayos de sol sobre mi piel, intentando mitigar mi sufrimiento, mi dolor, una pérdida aún no acaecida aunque de sobras anunciada. Incluso el aire era cálido y reconfortante, pero la visión del ghetto era desoladora.
Avanzábamos en grupos de cuatro. Nuestras zancadas eran cortas pero firmes, y nuestra mente era consciente de hacia dónde nos dirigíamos. Nuestro amargo y desesperanzador destino ya estaba escrito.
De la mano llevaba a uno de mis niños, que iba imitando mis pasos hasta que logró que los suyos siguieran mi mismo ritmo. Le iba dando pequeños apretones, pues su mano se aferraba fuertemente a la mía, demandando consuelo. “No hay consuelo, hijo”, pensé. Y continuamos con nuestra macabra procesión.
El sol de aquel día desenterró sensaciones y pensamientos olvidados de mi infancia. Recordé que yo también fui niño, y que a pesar de que distaba bastante del término “joven o muchacho”, pude volver a sentirme como me sentía a la tierna edad de los seis años. Evoqué el gusto que tenía la comida en mi boca, tan nítido, tan placentero; recordé el placer de sentir el agua sobre mi piel, y que el helor de la misma no era para nada insoportable como lo es ya en la adultez. Sin embargo, yo era el mismo que ahora, con la misma inteligencia y raciocinio, pero con algo menos de experiencia con la vida, y sobre todo con las personas.
Entonces, una inmensa penuria penetró en mi corazón y nubló mi mente. Mis ojos se empañaron de lágrimas sin derramar e hicieron que mi visión enturbiase mis pasos, pues todas y cada una de las maravillosas personas que me acompañaban sabían a lo que se iban a enfrentar. Incluso los más pequeños eran conscientes de todo, y aún así, ninguno de ellos sucumbió a la tristeza, demostrando que la valentía y el honor no están reñidos con la edad, y que la inteligencia, tampoco.
Apreté la mano del chico, y giré levemente la cabeza para observar a los casi doscientos niños que venían tras de mí, junto con la docena de adultos que nos acompañaban. Todos mis alumnos, vestidos con sus mejores galas, se aferraron a su juguete favorito; podía ver muñecas, libros y peonzas por doquier, pero ni una sola lágrima.
Mi gran amiga también nos seguía en aquel difícil camino… A pesar de que la distancia y el tiempo nos había separado en diversas ocasiones, aún permanecía a mi lado, luchando por mis ideales, luchando por nuestros ideales. Ella tampoco quiso dejarnos en aquel momento, de modo que aceptó gratamente su sentencia junto a nosotros.
Decenas de ucranianos y alemanes se agolpaban a nuestro alrededor, contemplándonos. Una pedrada alcanzó a una de las enfermeras, pero ésta, tras comprobar que el mal no había sido gran cosa, reanudó su marcha. La policía judía también estaba merodeando alrededor de nosotros, golpeándonos y disparándonos, como si fuésemos criminales. Ni una queja, ni tan siquiera una súplica emergía de los labios de mis niños, que tanto en habían sufrido en sus cortas vidas.
Un oficial alemán de la SS me reconoció.
-¡Usted! –Exclamó agarrándome del brazo-. ¡Usted es el escritor del libro favorito de mi hijo! –añadió-. Puede ser libre, hombre… Goza de renombre y es un médico muy solicitado. ¡Usted no tiene porqué ir a Treblinka con esos miserables huérfanos!
Apreté con más amor que nunca la mano de uno de mis niños, dirigí una mirada de respeto al oficial y continué caminando dirección a la estación de tren.
-¿Cantamos? –les pregunté acto seguido a mis alumnos bajo la perpleja mirada del oficial.
Llegamos a la estación entonando una preciosa canción, cuya melodía aún resuena en mi recuerdo.
-¿Sabes qué? –Me preguntó uno de los chicos cuando nos dirigimos a Treblinka, subidos ya en aquel tren con hedor a putrefacción y muerte-. Contigo, pase lo que pase, sé que estaremos bien –me dijo.
Supe a lo que se refería. Yo no pretendía abandonarlos nunca. De hecho, aún no lo he hecho.

[Sobre la autora]

Lianne Kross nació en Barcelona (España) el 24 de diciembre de 1987. Su prosa, cargada de atmósferas oscuras, místicas, y con elementos sobrenaturales, ha pasado por diferentes géneros, desde el histórico hasta el suspenso y terror.

[Libros publicados]

-Ocultos en la Sombra (Hidden in the Shadow)
-In Memoriam (In Memoriam)
-Ragnarök: La Rebelión de los Malditos (Ragnarök: Rise of the Damned): Translating in to english.
-Errantes (Wanderers)
-Incubus in Nocte (Incubus in Nocte)

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