En El otro Gustavo Friedenberg vuelve a utilizar la potencia de la danza para poner en escena las contradicciones sobre las que construimos nuestra identidad.

Por Cristian Franco




No es verdad que bailar es hacer hablar al cuerpo. Aunque no baile, el cuerpo habla: está siempre lleno de palabras, transfigurado por las palabras. Es el producto de un lenguaje que lo atraviesa, lo ata, lo moldea, y es él mismo un lenguaje enmudecido, oculto, invisibilizado por las palabras. Entonces, la danza: recuperar la voz perdida del cuerpo, desvestirlo de palabras ajenas, hacerlo desplegar su propio idioma, intraducible, infalible. La danza es, así, también, una forma extrema de la utopía: escarba para reencontrarse con las palabras silvestres del cuerpo. Y ahí, en eso, fatal, encendido como una brasa de hierro, está lo atroz. Es decir, quiero decir: la belleza.

Presenciar El Otro —digo “presenciar” y no “asistir”, porque para ser parte de sus sortilegios hay que estar bien presente, con todos los sentidos abiertos y la piel dispuesta—, presenciar El Otro, decía, es experimentar una forma exacerbada del extrañamiento. La puesta en escena de Gustavo Friedenberg nos desafía desplegando, de principio a fin, un lenguaje incisivo y refinado que gira y delira alrededor de una pregunta peligrosa: ¿qué podríamos ser si no tuviéramos el cuerpo clausurado? O mejor: ¿qué seríamos si recuperáramos nuestro cuerpo silvestre?

Para responder, para perturbar, un escenario completamente vacío se transfigura por la sola potencia de los cuerpos. Decisión hermosa de Friedenberg: hacer que la escenografía se construya en el juego mutante de la danza, la música y la luz. Estremeciendo ese vacío, estallándolo, las bailarinas-actrices nos van a llevar desde el génesis hasta el apocalipsis de una resplandeciente raza de ninfas: criaturas múltiples que bailan una lengua todavía incontaminada, todavía ardiente de posibilidades. Modeladas por el movimiento de las olas, curtidas en la oscuridad ansiosa de la selva, pertenecen a un tiempo mítico donde, poco a poco, como un veneno, entrará la historia; o sea, el deseo; o sea, el dolor.

Pero El Otro no es solamente un relato del origen. Porque si la obra nos revela que en el principio era el cuerpo —revelación que es también recuerdo—, al mismo tiempo resquebraja esa otra certeza que nos sostiene: la identidad. Religiosas, sexuales, sociales: las identidades y sus fisuras les llegan a las ninfas con el descubrimiento de su pecado original: la palabra humana. Con sutileza, con energía lujuriosa, las actrices-bailarinas oscilan entre la animalidad y la personificación: las fuerzas primitivas de la metamorfosis se hacen coreografía. Y cuando toman la palabra —cuando la palabra las toma— las ninfas tienen que encarnar las rajaduras y contradicciones de la propia identidad.

Descubren entonces que existe eso llamado “el otro”. La mirada del otro. La palabra del otro. Hacerse “persona”, asimilar los códigos que la cultura les incrusta en el cuerpo y el espíritu, las hace reconocerse en un lenguaje construido para obstruir las potencialidades de su ser animal. Y en esa obturación, “el otro” es una posibilidad de plenitud pero también un enemigo; un fantasma que las define y las acorrala y las seduce y las carcome. Las otredades que Friedenberg despliega son diversas: el otro está ahí afuera pero también en los pliegues más íntimos de mi carne; el otro es ese público y sus prejuicios; el otro es ese cuerpo tan cercano pero tan inaccesible a mi deseo; el otro es dios.


el cuerpo / ¿es el interruptor cultural que resta / cuando el lenguaje no alcanza como intención para nada?, se pregunta la poeta Carolina Castro. En El Otro la potencia —física, interpretativa, emocional— de cada una de las actrices se entrelaza con la música y la luz de la puesta en escena de una manera tan precisa, que es imposible no hundirse en ese universo extraño y familiar. Un universo donde esa pregunta terrible parece hervir en cada rincón. Friedenberg nos provoca, nos perturba, nos interroga: su obra es una experiencia donde cuerpo y palabra buscan los límites —siempre atroces, siempre hermosos— de sus posibilidades expresivas. Y las tiernas criaturas que hace nacer y crecer nos recuerdan que, tal vez, también nosotros podríamos hacer de nuestra carne una utopía silenciosa:

el cuerpo, tecla infalible
¿es una melodía?

no, el cuerpo es una pausa
entre lo invisible y la herida.
 
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Jueves - 21 hs.

TEATRO DEL ABASTO
Humahuaca 3549
Reservas: 4865-0014

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