por Cristian Franco


Para arrancar hay que elegir. Y elegir es descartar. Esquivemos una primera tentación, un camino que conocemos: lo fantástico. Claro que en los cuentos de Bengalas (Paisanita Editora, 2014) lo fantástico aromatiza y eriza muchas de sus páginas. Pero hay otro rumbo. Podemos arriesgar otro posible hilo conductor en Bengalas, rastrear un componente ínfimo, casi trivial, que le da una coherencia —velada, evasiva, fantasmal coherencia— a este libro: el secreto. Eso: el secreto, los secretos. Porque para crear ficciones que se mueven entre la ternura y la desesperación, Enrique Decarli explota y explora con destreza las sugestivas posibilidades narrativas que ofrecen las formas del secreto.


Un secreto se guarda. Se comparte o se revela. Se descubre, se intuye. En “Los Despojados”, un abogado descubre de casualidad, en una estación de subte, un secreto oculto a la vista de todo el mundo. Más: lo que encuentra es una insospechada sociedad secreta de mujeres y hombres que inventaron una manera extraña de ser dueños de la noche. Amos y servidores al unísono, para conservar su secreto, su privilegio, su reino, pagan, sí, esos hombres y esas mujeres que son más y menos que mujeres y hombres, pagan, tal vez, un precio demasiado alto.


Están ahí, flotando desde siempre entre los dos, presentes pero invisibles, signos equívocos, pequeñas señales, pedacitos de un rompecabezas que le permiten al narrador de “Algo más que instantes o tropiezos” casi rozar el secreto de su amigo Rafa. Persona rara, desajustada, que “no aprendió a vivir”, que “no se amolda”, el Rafa es uno de esos tipos que simplemente no encajan en el mundo: un extranjero varado en un terreno baldío colonizado por cañas y  hormigas. ¿A dónde va el Rafa? ¿De dónde viene? Acaso el suyo es uno de esos secretos que ni siquiera la amistad pueda desenterrar.


Guardar un secreto durante años. Hacer de ese secreto el centro de una vida. Un resplandor inconfesable. En “Vía Láctea” el hijo de un viajante de comercio hace memoria y revive ese viaje en el que estuvo muy cerca de entender quién era realmente su padre. Recordando los hechos que se sucedieron en una parada imprevista —pueblito miserable, habitación en casa de familia— de a poco el narrador va a ir atando todos esos cabos que le fueron quedando sueltos en otros viajes, otros pueblos, otros hotelitos. Como siempre —grata costumbre— Decarli maneja la elipsis y las medias palabras para envolvernos en un relato donde, entre la bruma de la ternura y la inexperiencia, un adolescente empieza a completar el dibujo de esa máscara inaccesible y áspera que solemos llamar Padre.


Contado en primera persona (como la casi totalidad de los cuentos de Bengalas), el secreto de “Reencuentro” es la efectividad de su retorcida sencillez. La trama es bien simple: recién llegado después de un año en España, Rolfi arregla para encontrarse con su amigo Maxi a tomar unas cervezas. Rearma las calles que le había borroneado la ausencia, llega al bar de siempre —Paraguay y Scalabrini Ortiz— y se encuentra con Maxi. Pero con un Maxi distinto. Otro Maxi. Rolfi se divierte buscando coincidencias entre este Maxi extraño (tenue, tosco impostor) y su amigo (el verdadero y querido Maxi), pero por debajo del socarrón relato de Rolfi, entre sus palabras, un murmullo, un tenue extrañamiento va a crecer como un veneno. Y en el desenlace, como una garra, va a aparecer una desesperación aterradora.


La maravilla de los cuentos de Enrique Decarli proviene de su intensa mesura: sabe dosificar la narración y hacerla fluir, envuelve o hipnotiza, seduce o espanta, pero siempre tiene muy claro cuál es el centro en que se concentra la devastación. En dos, tres páginas explora los efectos del secreto, de ese mecanismo invisible, ese engranaje mudo que sostiene —siempre al borde de la disolución o la niebla— una trama hecha de silencio.

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