por Enrique Decarli



Una sola vez estuve en el Delta. Tendría dieciséis años. Un fin de semana con amigos en la casa de uno de ellos. No recuerdo la isla, sobre qué río quedaba ni nada. Apenas una imagen borrosa de la construcción blanca, el muelle de palos. Un cauce angosto. El sol húmedo entre la vegetación, los mosquitos y la mala onda familiar porque, al parecer, hicimos un quilombo bárbaro.
Entonces cuando agarré Delta, ese libro inclasificable de Fedra Spinelli, pensé que iba a volver a aquellas imágenes de adolescencia. Que el relato sería conducido por esos lugares en los que había estado veintiocho años atrás. Y sin embargo, no. Sin embargo me fui (creí que me iba), directamente al corazón de África. Al Congo y al río Congo de Conrad. Esa experiencia es intransferible; pero tal vez podamos, hacia el final (no siempre es bueno empezar por el principio), arriesgar al menos una hipótesis. 
Bien:
Delta es el viaje de una mujer joven. Una mujer sola, empeñada en hacer listas inútiles de compras de supermercado. Un viaje a una casa desconocida que tiene sus propias reglas, sonidos en la oscuridad y seres invisibles que la habitan. Dos perros por toda compañía, y un libro: Tiempo atrás, en un tiempo ya olvidado, ella había imaginado África
No puede ser, digo. ¿África? Necesito parar porque esa página 21 no puede ser. Busco, en Google, “Cómo se forma un delta”:
Un delta se forma por la sedimentación del material arrastrado por los ríos al producirse una disminución brusca de la velocidad del flujo, que puede ser causada por… 
Clarísimo.
En el Delta de Fedra Spinelli sedimentó “A la deriva”: la picadura de yarará primero arde, después entumece, debilita y postra. Las horas, lo único que hacen, es propagar el veneno. No importa que Fedra esté hablando del amor, y no importa que Quiroga haya ubicado su relato mil trescientos kilómetros río arriba, porque “Leer es viajar a la deriva. Estar a merced… convertirse en objeto de arrastre”
En la personificación del agua se recupera el otro Delta de la literatura argentina. El Panorámico de Marcelo Cohen en Gongue: Yo he visto que el agua prefiere ser igual a sí misma que tener una forma… Todo lo que el agua esconde lo acumula. Hacia el final, inexplicable y azaroso (otra vez la transferencia), se integra a los hechos El corazón de las tinieblas. El libro que, junto a los perros, es compañía de nuestra mujer. 
Entonces la isla. La isla  y la casa, como Kurtz, son el destino final de un viaje que, en realidad, empezó hace tiempo, si bien de manera progresiva, en una dimensión interna y con expectativas modestas. Una forma distraída y extraña de la ausencia; sin embargo, sutilmente planificada, porque en Delta las cosas ocurren así: una idea terca entra en la cabeza, en el cuerpo, no concilia, no cede, no espera.
Hace unos días, una amiga me hizo llegar el comentario de un lector: Decarli no cierra las cosas que abre en los relatos. Puede ser y por eso: para desenrollar un poco parte de este lío, convengamos que cuando leí El corazón de las tinieblas, no lo hice con las imágenes del río Congo que no conozco. Ni siquiera con la versión cinematográfica de Coppola, que, cualquiera sabe, transcurre en Vietnam. Me serví, como no podía ser de otra manera, de las imágenes disponibles en mis archivos secretos más parecidas a una selva. Ahora lo entiendo: leí El corazón de las tinieblas con aquellas imágenes adolescentes y difusas del Tigre. Por eso al entrar en Delta, sentí que volvía a África. 
El resto de las coincidencias puede ser sólo eso. Coincidencias (o no). En esta historia hay fragmentos que se hunden y otros que flotan. Y también es cierto que, tarde o temprano, las cosas se deforman en la transportación. Lo importante es que Delta es un escrito sobre la soledad y la espera. El amor filial. Lo inevitable del amor que ya está anunciado. La amenaza, del amor. Porque si de coincidencias se trata, alcanzan las palabras del capitán Marlow: Vivimos como soñamos…, solos.

Rafael Calzada, 
14 de noviembre de 2017.

0 comentarios:

Publicar un comentario